Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

Presentación: Debatir sobre mediación en violencia de pareja


Publicado en Número 7. Primer semestre 2011

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Resumen:

El debate sobre la adecuación de mediar en casos de violencia en la pareja está abierto hace tiempo y no hacemos sino sumarnos al mismo, no desde las certezas, sino desde las muchas dudas que esto nos genera. ¿Debemos mediar en casos así?, ¿estamos preparados para ello?, ¿no daremos más alas al maltratador, más posibilidades de aprovechar su –quizás– más explotada capacidad seductora y el miedo de la otra parte para imponerse sutilmente frente a los despistados o poco preparados ojos del mediador?, ¿no desprotegeremos aún más a las víctimas al tener en cuenta lo que ese maltratador tenga que decir? Compartimos las dudas –en su caso certezas– que plantea Carlos Abril Pérez del Campo, de la UNAF, en el Espacio Abierto de este número.

Muchas voces se oponen a este debate, sin embargo, desde dos planteamientos que desde aquí no podemos sino juzgar erróneos:

1. La ley –en este caso, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género– impide mediar, y punto. Se acabó el debate. ¿Desde cuándo una ley, una norma social, debe decidir que ésta no se debata? Mucho hemos luchado en lo que llamamos «mundo civilizado» para que las leyes, las impuestas sobre todo pero también las que hemos elegido en un momento dado, puedan ser cuestionadas, modificadas y superadas. Cuestionarla no es oponerse a esta ley –por otro lado, imprescindible en el momento que vivimos–; es pretender complementarla, porque toda ley, contrato o acuerdo social requiere de su permanente revisión, rectificación y mejora. Algunos defienden esta ausencia del debate desde una supuesta postura progresista; pero no es progresismo aferrarse a ella –a ésta o a cualquier otra ley– y no cuestionársela, no debatirla. Y, sobretodo, no es ciencia, no es avance, no es solución.

2. Parte de los motivos de por qué no debemos cuestionarnos mediar o no en ciertos casos de violencia parten también del mensaje de protección a las víctimas. ¿Es que si nos cuestionamos que mediar pueda ayudar a éstas nos convertimos en defensores del maltrato?, ¿por qué absurda razón se llega a la idea de que o estás a favor de la ley y de las mujeres maltratadas o estás en contra de ambas?, ¿quién decidió que ambas van sumadas?, ¿quién se apoderó del «camino único» para ayudar a quienes sufren? Colocar a los críticos con esta ley en el bando de los tradicionales que priorizan a la familia frente a la mujer es puro dogmatismo. Siempre que nos hacemos defensores a ultranza de «la única vía» nos aproximamos a los siempre presentes Torquemadas que tanto daño han hecho a nuestra evolución. Pero, por favor, no lo llamemos progresismo: pretender frenar el debate y la voz que se cuestiona es tan antiguo, conservador y salvaje como la misma violencia que queremos erradicar TODOS los que estamos en esto. A todos nos espeluznan los casos que día sí y día también nos golpean desde la televisión o desde la más cercana realidad de nuestros espacios laborales. Y todos, nuevamente, queremos luchar lo mejor posible por proteger, apoyar y fortalecer a cada mujer que ha sufrido la jamás excusable violencia.

Pero erradicarla supone querer ir más allá, querer entender qué lleva a unos hombres a emplear la violencia en unos casos y en otros, querer entender el mecanismo que diferencia un caso de otro y buscar soluciones concretas y específicas para cada caso. Meter en un «cajón de sastre» pocas veces le ha servido a la ciencia para avanzar. Necesitamos el matiz, la diferencia y la excepción para entender la globalidad, casi nunca tan global. Y para ello aportamos el interesantísimo artículo de María Lobo Guerra y Fernando Samper Lizardi, que, con su revisión de los conceptos de violencia estructural y contextual, vienen a decirnos que no todas las violencias son iguales ni vienen motivadas por las mismas reacciones ni deben ser tratadas de la misma manera. Y en todo caso habrá que dilucidar de qué tipo de violencia en la pareja se trata: si episódica y circunstancial o fruto de una relación de maltrato en busca del debilitamiento sistemático de la pareja y de la muestra de permanente mayor poder sobre el otro. Todas las muestras de violencias son reprochables y deben ser castigadas y frenadas, pero la forma de afrontar un caso u otro, sobretodo a la larga si se pretende rehabilitar al maltratador y/o permitirle el contacto con sus familias y quizás a veces con la misma víctima, requiere de intervenciones muy ajustadas que ataquen la raíz del problema en cada caso. En esta línea va el artículo de estos acertados autores, cuya lectura nos parece imprescindible para todo profesional vinculado con este tema. Nos ofrecen, además, el regalo de un protocolo de evaluación de cara a saber cuándo, cómo y de qué manera se ha producido la violencia y, en base a ello, si el caso es o no mediable.

En la misma línea, Anna Vall Rius y Ángel Guillamat Rubio comparten con nosotros la interesantísima investigación llevada a cabo en los Juzgados VIDO de L’Hospitalet de Llobregat desde el 2008 y que finalizará en el próximo mes de noviembre. Nos informan de esta experiencia piloto sobre mediación en ciertos casos de violencia en la pareja antes tratados como faltas y que ahora son enviados, al existir violencia, aunque puntual, a los Juzgados VIDO. Y no sólo plantean la idea de la posibilidad de mediar en estos casos, llegando a acuerdos hasta en el 85% de los casos en temas familiares (temas como la entrega y recogida de los hijos, el impago o el retraso en el pago de la pensión de alimentos, la aparición de nuevas parejas, etc.), sino que además instan al empleo de la mediación como forma de prevención incluso previo a la denuncia. Insisto: siempre que diferenciemos los casos de parejas donde ha existido violencia puntual de los casos de maltrato, que también incluye violencia pero que es un proceso psicológico mucho más peligroso y dañino y que ha justificado la necesidad de una ley como la aquí referida.

Pero nuestra mirada, como reclaman las autoras del artículo que nos viene de la Universidad de Santiago de Compostela, Raquel Castillejo Manzanares, Cristina Torrado Tarrío y Cristina Alonso Salgado, debe ir sobre todo a las víctimas, las a menudo olvidadas por nuestro sistema judicial. Y debemos plantearnos cuáles son sus necesidades y cómo podemos apoyarlas a retomar el control de sus vidas. Necesitamos reforzar a las víctimas no sólo alejándolas y escondiéndolas de sus agresores. Mientras luego vayamos a permitir –como ocurre en la actualidad– que víctima y verdugo restablezcan el contacto porque consideramos, por ejemplo, que sus hijos tienen derecho al contacto con el padre maltratador –que, sin duda, abre otro debate interesantísimo–, mejor será ir preparando a las víctimas a manejar ese contacto. Porque a veces lo primero que hacemos es instarlas a denunciar, quitándoles toda protección (ahora ya sabe el león dónde está la presa desprotegida), y luego las volvemos a colocar frente a sus leones. Y esperamos de ellas espartacas capacidades de defensa «por el bien del menor».

Por otro lado, el artículo de Mª Pilar Munuera Gómez y Mª Elena Blanco Larrieux plantea casos de violencia doméstica en los que Sara Cobb logró incluso, a través de la mediación, la desaparición de la violencia, la desaparición de los roles víctima-victimario, la transformación de los marcos morales de obediencia a participación y la reconversión en una historia sobre las necesidades de ambas partes. Insisten estas autoras en el papel que puede desempeñar la mediación para revalorizar a la víctima. En estos casos debemos tener en cuenta, como defiende Carlos Abril, que si el tipo de violencia que se ha dado en una pareja concreta ha sido de maltrato, la mujer está tan dañada que las posibilidades de imponerse, de hacerse escuchar y defender lo que quiere están más que mermadas. Pero instarla a mantener ese contacto obliga a replantearnos la adecuación o no de mediar ante estas necesidades y de preparar a las víctimas para ese trato al que las estamos forzando. Como plantean Pilar y Elena, encontramos en la mediación, sobre todo en los modelos transformativo y circular-narrativo, una posibilidad importante de reforzar a la mujer para llevar a cabo esta tarea.

El artículo de Castillejo, Torrado y Alonso va también en esta línea. Plantea la posibilidad de la mediación en casos de maltrato no sólo para los aspectos civiles. También para los penales. Argumentan que es posible mediar en casos donde ha habido violencia: las experiencias de mediación penal con menores así lo confirman. Reclamando el espacio perdido por la víctima en el sistema de justicia, abogan por la atención que se merecen y plantean la necesidad de ser escuchadas en la resolución de un caso y reparación de los daños recibidos. Es un paso más en la confianza y reconocimiento que debemos a las víctimas como personas capaces de saber qué y cómo lo quieren. Es, por tanto, un camino para el que quizás hoy no estamos preparados, pero que probablemente debamos recorrer y que nos plantea tantas dudas como el desconsiderar esta opción. La víctima debe ser escuchada; en eso no dudamos ninguno.

O, como denuncia el Fiscal Delegado de Violencia sobre la Mujer en la Fiscalía Provincial de Córdoba, Borja Jiménez Muñoz, en su artículo sobre los costes de la dispensa de declarar contra la pareja (art. 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal), esto puede hacer que la posibilidad de un juicio contra un maltratador resulte ineficaz si la víctima, como consecuencia del característico Síndrome de Estocolmo en estos casos, decide no prestar declaración contra su maltratador. Esto nos enfrenta al problema opuesto al de las anteriores autoras: ¿y si la víctima no está preparada para la vía penal y se retira del proceso o decide no declarar contra él? El temor a las consecuencias del juicio sobre su pareja (al que no acaban de ver como lo que realmente es, su maltratador) lleva en demasiados casos a la retirada de la denuncia o a no prestar declaración si se ha llegado a la vista oral. La desprotección en que queda esta mujer, ahora arrepentida de la denuncia, dispuesta a volver a la cueva de la que, en un momento de fortaleza, consiguió salir para denunciar, es total. La posibilidad recogida por la ley de no prestar declaración y el hecho de que la jurisprudencia no apoye considerar en su justa medida los testimonios previos de la víctima o las pruebas indirectas y el cúmulo de indicios que parecen probar la culpabilidad del acusado, facilitan que el silencio de la víctima la deje en situación de desprotección por parte del sistema judicial. Voces que quizás desconocen el grado en que una mujer puede quedar anulada como consecuencia del maltrato, no entienden ese silencio y esa negativa a ir contra su agresor. La anulación de la víctima frente al empoderado agresor, las justificaciones, exculpaciones y demás autoconvencimientos de que el agresor no es tan malo o de que el maltrato realmente no ha sido para tanto, de que en parte se lo merecía, etc., o incluso la propia duda de que haya existido maltrato, puede conducirle a ese querer volver a la cueva, a no querer denunciar o a retirar la denuncia o no declarar cuando se produce el juicio oral. Tenemos que entender ese silencio de la víctima del que nos habla Jiménez Muñoz como parte del daño psicológico provocado por el maltrato y, por tanto, yendo aún más lejos de lo planteado por el Fiscal, entender que es una prueba más del daño ocasionado. Y debemos entender que es una señal de que esa víctima requiere protección. Y sin embargo, permitimos no enjuiciar un caso semejante ateniéndose al derecho a no declarar contra la pareja. ¿Qué podemos hacer? Además de apoyar el cambio de ley que propone este autor, entendemos que no siempre el juicio será la única solución –sí en lo penal es esperable un castigo severo pues entendemos que el maltrato ocasionado a los tuyos, a los que en ti confían, agrava los costes y daños en la víctima justo por esa relación de confianza y falsa percepción de seguridad–, ni será tampoco la solución más óptima a todos los asuntos a los que la víctima tendrá que enfrentarse a partir de ese momento, como los asuntos civiles anteriormente mencionados (régimen de visitas y demás). Y que toda intervención debe ir dirigida a ayudar a esta víctima a ser ella la empoderada, la fortalecida para recuperar y dirigir su vida y a tomar conciencia de lo que ha vivido.

Toda mujer que tenga que lidiar con su expareja maltratadora, debe estar capacitada para ello, y es nuestra tarea, la de los profesionales, prepararlas. A este concepto de la preparación previa de la víctima en empoderamiento hacen referencia tanto las autoras de Santiago de Compostela como Lobo y Samper.

Pero no debemos olvidar las palabras, que apoyamos, de Carlos Abril: no debemos considerar, pese a la tentación, que la mediación es la solución para todo. Pero ayuda. Hay casos donde –lo señala Carlos y lo señalan los autores de los artículos– no se puede mediar porque ni el más avispado y preparado de los mediadores puede reequilibrar lo que está gravemente dañado, desequilibrado, salvajemente violentado, y que va a requerir muchas otras intervenciones que puedan frenar y reparar hasta donde se pueda el daño ocasionado.

Es cierto y comprensible la duda sobre nuestra propia capacidad para afrontar casos así. Es cierto que se requiere formación específica que debemos reclamar en los cursos que nos forman (¿seríamos capaces de dejarnos engañar por una «doble fachada» si no sabemos de qué va esto?). Es cierto que la tendencia va en dirección contraria: no abandonaremos la lucha desde este espacio por seguir denunciando y oponiéndonos a las leyes autonómicas y estatales que no marcan una formación específica amplia para poder mediar y que la buena intención y un seguro civil no resuelve los muchos daños que podemos ocasionar. Es cierto que quizás haga falta una preparación previa a las víctimas (Lobo y Samper; Castillejo, Torrado y Alonso) y, ¿por qué no?, a los agresores. Pero no es menos cierto que la mediación, cuando está bien hecha, ofrece una oportunidad sin parangón de equilibrar las diferencias, de apoyar al débil, de hacer que su voz sea escuchada y tenida en cuenta, de no aceptar imposiciones del fuerte, nos recuerdan Pilar y Elena. En todo caso, la mediación es siempre equidad. A menudo olvidamos este principio que desde aquí defendemos quizás como el más importante de toda mediación. Aún más que la confidencialidad, aún más que la neutralidad, la capacidad del mediador para equilibrar situaciones de desequilibrio entre las partes debe ser una obligación máxima. Sólo así podremos conseguir que el débil se sienta revalorizado (o, como cada vez de manera más frecuente decimos, empoderado) para decir «esto sí y esto no». Y al otro, aún más débil, el que acude a la violencia, más capacitado para escuchar y entender que su voz no la puede imponer con gritos ni formas, y que la voz del otro, de la otra, aunque suene más apagada, vale al menos tanto como la suya. Y sólo empoderando a las víctimas –y, ¿por qué no, a los violentos?– conseguiremos que dejen de verse como tales y alcen su voz frente al agresor para marcar lo que sí están dispuestas y lo que no, lo que sí quieren y lo que no. Y si sentimos o sienten que en el espacio de mediación no se está logrando, siempre tendremos la posibilidad y la obligación de frenarla y de acudir a nuestro legítimo derecho a juicio. No es la mediación solución a todo ni puede con todo. Pero ayuda.

Por tanto, como revista ni nos decantamos por el «sí» ni por el «no» en eso de mediar en casos de violencia en la pareja, aunque hemos de reconocer que la lectura de estos artículos nos ha aclarado bastante nuestra postura y nos ha permitido conocer la complejidad del asunto; pero sin duda sí nos decantamos –en pie y con la voz muy clara– por defender la necesidad del diálogo, del debate, del estudio y de la puesta en práctica de nuevas formas de afrontar el amplísimo tema de la violencia en la pareja. Recurriendo al maravilloso título del artículo de Borja Jiménez, «el silencio de la víctima», nosotros decimos que no al silencio de los profesionales. Como plantean Anna Vall y Ángel Guillamat, la necesidad social y jurídica actual requiere buscar nuevos instrumentos para afrontar la violencia de género, tema que no por querer dialogarlo nos duele menos que a los que instan al silencio.