Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

Hacia una abogacía gestora integral de conflictos


Publicado en Volumen 11 – 2018, Nº. 2

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Resumen:

En el presente trabajo se va a exponer y analizar la posición que ocupa la abogacía institucional, el Consejo General de la Abogacía Española, en la promoción de los ADR. Los abogados son los primeros intérpretes de las normas y también los actores principales en la canalización de los conflictos sociales a través del Derecho. Por ello, en este momento clave en el que la justicia atraviesa una profunda crisis, el Consejo General de la Abogacía se encuentra firmemente implicado en el fortalecimiento y modernización de la Justicia a través de la promoción de "una abogacía gestora integral de conflictos".

Algunas consideraciones previas sobre la posición de la abogacía ante los ADR

La abogacía institucional se encuentra inmersa en un proceso de modernización, encaminado a desempeñar un renovado protagonismo en el ejercicio de esa función llave que la Constitución atribuye a abogadas y abogados para garantizar la paz social. Los profesionales de la abogacía son los primeros intérpretes de las normas y también los actores principales en la canalización de los conflictos sociales a través del Derecho. Son, en definitiva, los gestores del conflicto en primera instancia, pues como recordara Calamandrei haciéndose uso de una antigua regla del foro francés “los abogados han de hacer de juez, antes de actuar como tales” (1960, p. 8).

Conscientes de este papel crucial en el Estado de Derecho, la abogacía institucional se encuentra firmemente implicada en el fortalecimiento y modernización de la Justicia. Prueba de ello es que en esta XII Legislatura, el Consejo General de la Abogacía (CGAE), adelantándose a la Estrategia Nacional de Justicia, aprobó un Pacto de Estado por el Futuro de la Justicia, que fue presentado el día nueve de diciembre de 2016, y que es fiel reflejo de la preocupación constante de abogadas y abogados por mejorar el servicio público de Justicia.

Este pacto, que pretende constituir un marco de referencia para mejorar y fortalecer el servicio público que es la justicia, no fue sólo el reflejo del consenso y compromiso de los Colegios de Abogados de España a los que representa el Consejo, sino que también fue fiel expresión del sentir de numerosos profesionales, pues fue suscrito por otras asociaciones profesionales de jueces, fiscales y letrados de las Administración de Justicia; numerosas universidades y otras asociaciones profesionales.

Aún tratándose de un documento de bases para construir compromisos, cuenta con la virtualidad de ser un acuerdo con un alto grado de legitimación, tanto entre quienes son los usuarios directos del sistema –los abogados en representación de los intereses de la ciudadanía–, como del resto de los operadores jurídicos del sector. En suma, el documento se elabora a partir de la experiencia directa de miles de profesionales que coinciden en considerar que es una cuestión de Estado conseguir una justicia de calidad.

Pues bien en este documento programático, por vez primera la abogacía institucional manifiesta su compromiso con el desarrollo y efectiva implementación de los ADR y, más allá trata, de conferir al abogado una verdadera función de pacificador, de gestor del conflicto. En el apartado 19 del Pacto de Estado por el Futuro de la Justicia puede leerse que:

“Es indispensable un impulso decidido y eficaz de los mecanismos alternativos de solución de conflictos (mediación intrajudicial, conformidades, arbitraje) fomentando la cultura del acuerdo”.

Se trata de un primer reconocimiento por parte de la abogacía de que: i) debe superarse la cultura del conflicto por una cultural del diálogo, del acuerdo, lo que sin duda constituye un avance más que significativo para un profesión estrechamente vinculada con el litigio; y ii) constituye una apuesta decidida por fórmulas de compromiso y pacificación del conflicto diversas al proceso judicial.

Este compromiso inicial ha sido especificado y desarrollado por el Consejo General de la Abogacía en su primer plan estratégico, Abogacía 2020 Soluciones. Se trata de una hoja de ruta para el periodo 2017-2020. En ella se contiene una programación que pretende hacer realidad 163 Medidas, generadas en torno a 22 objetivos, que están complementadas por 96 Acciones de gestión, todas ellas encaminadas a favorecer el papel que la abogacía española como gestora de conflictos legales y agente de cambio social. Estas actuaciones se estructuran entorno a cinco ejes estratégicos que determina cómo la abogacía institucional realizará su misión, siendo el segundo de los ejes el relativo a una “Abogacía gestora integral de conflictos” y pudiéndose leer en el mismo que:

“Una sociedad más comprometida en la participación y solución de sus diferencias demanda la prestación de servicios de prevención así como de gestión integral de conflictos de calidad […]. La Abogacía Española debe impulsar iniciativas y proyectos para prestar estos servicios con calidad y de forma cada vez más efectiva. Representando un 82,29% de los profesionales de la Administración de Justicia, la Abogacía es sin duda un actor privilegiado e imprescindible para la transformación del sistema de Justicia, dado que conoce en profundidad las debilidades y fortalezas del sistema en su conjunto”.

El primero de los objetivos contemplados en ese segundo eje “Una abogacía gestora integral de conflictos” es precisamente el relativo a la “Prevención y gestión integral de conflictos”. El Consejo contempla una serie de actuaciones encaminadas a: i) fortalecer el deber de informar sobre los beneficios de las técnicas de anticipación y prevención de contiendas legales, al maximizar derechos y minimizar riesgos legales; ii) a promover las más adecuadas figuras de gestión de conflictos; y iii) a fomentar las prácticas colaborativas. Todo ello permitirá transformar el papel tradicional de la abogacía y su proyección como una abogacía gestora integral de conflictos, como un verdadero agente de la paz social, lo que pasa por superar su consideración principal como litigador y potenciarlo como sujeto conciliador y pacificador del conflicto en cuanto primer intérprete de la norma. No debiera olvidarse que al abogado corresponde acercar a las partes, fomentar el acuerdo mediante el diálogo y la negociación, no cesando en ilustrar a su representado de los propios límites de sus derechos. Desde esta perspectiva de transformación del papel tradicional de la abogacía es desde la que se abordará el presente trabajo.

Sobre el agotamiento del proceso judicial como forma principal de resolución del conflicto

El sistema de justicia es la base de la convivencia y la paz social. Por ello es preciso preservarlo del debate político partidista y de las críticas y análisis que simplifican la crisis por la que parece que atraviese desde hace ya siglos. Los sistemas de justicia han hecho sin duda grandes conquistas en relación con las garantías y derechos de las partes en conflicto. Se ha logrado consagrar el concepto de debido proceso o proceso justo. Sin embargo, este modelo lleva décadas en crisis como consecuencia de múltiples factores: incremento de la litigiosidad; escasez de medios, personales y materiales; dilaciones y plazos que se acomodan mal con los tiempos actuales; lenguaje y formalidades poco comprensibles para el ciudadano; una demarcación y planta judicial alejada de nuestra realidad sociodemográfica, etc. Pero, como ya advirtiera Ramos Méndez, más allá de estas carencias, “va siendo hora de incidir de forma más eficaz en la gestión […] hay que pensar más en la adecuación de los recursos y, mejor aún, en la buena gestión de los disponibles” (2010, p. 29). Sin duda, como veremos a continuación, la abogacía es uno de los principales actores en el sistema judicial, de ahí que sea uno de los recursos esenciales sobre los que gestionar ese cambio de modelo.

Son muchos sin duda los factores que han contribuido al actual agotamiento del modelo, pero dos de ellos quizá nos permitan ser optimistas en esa necesaria transformación del modelo de justicia y su gestión. Durante mucho tiempo las reformas de la justicia se han realizado al margen de la consideración de sus usuarios, a quienes apenas se tenía presente. Hoy no sólo contamos con numerosos estudios que nos permiten conocer la consideración del servicio público de la justicia por parte de sus usuarios, sino que además éstos empiezan a considerar la posibilidad de explorar otras modelos distintos al proceso judicial como vía de solución de sus conflictos.

De otro lado la abogacía, que se ha mantenido durante mucho tiempo ajena o poco receptiva a otros modelos de solución de conflictos que no fuesen los judiciales, hoy se encuentra comprometida con esos otros métodos que pueden resultar más adecuados a la composición del conflicto y a los intereses de su representado.

Sobre la insatisfacción de los usuarios del sistema de justicia

En la actualidad los ciudadanos sienten que la resolución judicial como respuesta a su conflicto no pone fin al mismo ni responde a sus legítimas expectativas. Un cambio de modelo debiera abordarse desde lo que realmente preocupa al usuario de este servicio público, porque como se ha dicho en numerosas ocasiones, administrar justicia no es sólo decidir casos (Ramos Méndez, 2010, p. 30). Quizá por ello, a la hora de afrontar un cambio de modelo de sistema de justicia, es preciso detenerse en aquello que los ciudadanos opinan, pues no debe olvidarse que el servicio se dirige a los mismos, a pacificar el conflicto en el que los aquellos se hallan inmersos. Si tenemos en cuenta los datos que arrojó el último de los Barómetros de opinión sobre la imagen de la justicia en la sociedad española, elaborado por el CGPJ_,_ puede observarse como un 57% de los encuestados considera que la Administración de Justicia funciona mal o muy mal. Dato que si se suma a la opinión del 20% de los encuestados que opinan que funciona regular, la cifra resultante es ciertamente preocupante, pues más del 77% de las personas encuestadas considerarían que el sistema judicial no funciona correctamente.

Esta apreciación tan negativa del actual sistema judicial debe ponerse en relación con los factores que son considerados para valorar la insatisfacción con el sistema, entre los que se encuentra la lentitud, los costes, el formalismo y la dificultad de entendimiento o comprensión de los pronunciamientos. Todos estos factores inherentes a la configuración del sistema judicial, y que en parte son consecuencia de la actual huida de la jurisdicción, no permiten por sí solos explicar el auge de otros mecanismos de resolución de conflictos que, muy al contrario, han ganado adeptos precisamente por su fundamento; porque se articulan entorno al diálogo y no al interrogatorio como acontece en el proceso judicial. Lo que sin duda permite al ciudadano sentirse más partícipe y responsable en el proceso de pacificación del conflicto.

Si factores estructurales pueden explicar el desvalor del actual sistema judicial, la huida de la jurisdicción quizá obedezca a percepciones tan preocupantes como las que se desprenden de los barómetros de opinión relativas a la eficacia del sistema judicial. Un 73% de los ciudadanos consideran que en la medida de lo posible debe “evitarse” acudir a la administración de justicia, y para un 75% de los entrevistados ganar en un proceso “no sirve de nada”.

Estas críticas debieran hacernos reflexionar sobre la necesidad de replantear el modelo de justicia que demandan los ciudadanos –destinatarios últimos de la misma–, lo que pasa por abordar una profunda reforma del proceso judicial para adecuarlo al siglo XXI y complementarlo con otras formas de pacificar o afrontar el conflicto diversas al proceso. En la actualidad los ciudadanos de los países desarrollados y en vías de desarrollo tiene unas expectativas en relación con la justicia mucho más amplias y exigentes que las existentes en la segunda mitad del siglo XX (Soleto Muñoz, 2017a, p. 4).

En este proceso de transformación es esencial el papel de la abogacía, pues abogados y abogadas son los primeros intérpretes de las normas, los primeros canalizadores del conflicto, de ahí la importancia de la concepción de la abogacía como una profesión que ha de aspirar a ser “gestora integral del conflicto”. Es decir, que además de prevenirlo, explore y aplique el mejor de los mecanismos para su resolución y para la composición de los intereses que representa.

Sobre el papel de la abogacía en un modelo de justicia en transformación

La Constitución asigna a la abogacía el ejercicio de una función llave para garantizar la paz social. Los abogados son precisamente los primeros intérpretes de las normas y canalizadores de los conflictos sociales a través del Derecho. Como pilar fundamental en el sostenimiento del Estado democrático de Derecho, tienen la responsabilidad de reforzar la confianza de la ciudadanía en el sistema. El trabajo de los abogados se basa precisamente en la confianza con el cliente, y ésta sólo se consigue alcanzando la excelencia, que ha de medirse, sin duda, en el grado de satisfacción que se obtenga en la prestación de este servicio. Y esa satisfacción en la actualidad no suele hallarse en el proceso judicial.

El papel del abogado ha sido sin embargo tradicionalmente definido a partir del conflicto, como un litigador, lo que quizá explica el escaso protagonismo, e incluso la resistencia mal entendida en ocasiones a la promoción de los ADR en el marco del sistema de justicia. Como pusiera de relieve Almansa López, “quizás ello se deba a un endémico malentendido sobre cuál es el papel que corresponde al abogado en la mediación y un mal elaborado concepto –raquítico y mutilado– del insustituible papel del abogado en el acceso a la justicia” (2017, p. 38). Y es que como señala Almansa en estos otros métodos idóneos o adecuados para algunos conflictos, “el abogado de parte debe actuar y debe hacerlo desde su arte de abogar” (ibíd.). Los ADR no están configurados para prescindir de la función del abogado, pero sí precisan de un abogado que pueda desarrollar esas otras tareas que por ley tiene encomendadas y que no son exclusivamente las de litigar.

De hecho esta necesidad de transformación y esta “resistencia al cambio” pueden observarse en la conformación de la definición de abogado en el estatuto de la abogacía. El Pleno del Consejo General de la Abogacía Española aprobó en junio de 2013 el texto de un nuevo Estatuto General de la Abogacía Española (NEGAE), llamado a sustituir al vigente de 2001. El hecho de que en todos estos años no se haya alcanzado un consenso para la aprobación del NEGAE, es ya revelador de la dificultad de alcanzar un consenso sobre la definición y funciones que está llamada a cumplir la abogacía. En ese nuevo estatuto, pese a mantenerse una definición inicial de la profesión de abogado muy similar a la anterior, sí que se ambiciona diseñar una abogacía más comprometida en la pacificación y gestión del conflicto. Pues, ese concepto tradicional veremos que trata de ser actualizado a las demandas de los ciudadanos del siglo XXI, que ya no ven en los tribunales la forma única ni preferente de solucionar sus controversias.

En ambos textos normativos, el EGAE y el NEGAE la definición del abogado se hace sobre la base del asesoramiento y la “defensa”. Defensa que sólo puede entenderse ante una “agresión”. Así en el art. 1.1 del EGAE (2001) se dice que: “La abogacía es una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés público y que se ejerce en régimen de libre y leal competencia, por medio del consejo y la defensa de derechos e intereses públicos o privados, mediante la aplicación de la ciencia y la técnica jurídicas, en orden a la concordia, a la efectividad de los derechos y libertades fundamentales y a la Justicia”. (Real Decreto 658/2001, 2001).

El art. 1.1 del NEGAE (2013) mantiene una redacción similar al anterior, pudiéndose leer en el mismo que: “La Abogacía es una profesión libre e independiente, que asegura la efectividad del derecho fundamental de defensa y asistencia letrada y se constituye en garantía de los derechos y libertades de las personas. Los Abogados deben velar siempre por los intereses de aquellos cuyos derechos y libertades defienden con respeto a los principios del Estado social y democrático de Derecho constitucionalmente establecido”. (Real Decreto 658/2001, 2001 – texto consolidado 2013).

Pero el nuevo estatuto no agota la definición de esta profesión en ese artículo preliminar, sino que concibe que en un nuevo modelo, esta primera definición debe ser completada. De ahí que en el art. 4, en el que se trata de dar una configuración más polivalente a la función que ha desempeñar el abogado en la actual configuración del modelo de justicia, pueda leerse que: “Son Abogados quienes, estando en posesión del título oficial que habilita para el ejercicio de esta profesión, se encuentran incorporados a un Colegio de Abogados en calidad de ejercientes y se dedican de forma profesional a realizar los actos propios de la profesión, tales como consulta, consejo y asesoramiento jurídico; arbitrajes; mediación; conciliaciones, acuerdos y transacciones; elaboración de dictámenes jurídicos, redacción de contratos y otros documentos para formalizar actos y negocios jurídicos; ejercicio de acciones de toda índole ante los diferentes órdenes jurisdiccionales y órganos administrativos; y, en general, la defensa de derechos e intereses ajenos, públicos y privados, judicial o extrajudicialmente”. (Real Decreto 658/2001, 2001 – texto consolidado 2013).

En este precepto ya se intuye esa “necesidad” de concebir al abogado como un verdadero gestor integral del conflicto, en el que de entrada no se perciba como su función esencial precisamente la litigación. El ejercicio de la abogacía como servicio que se presta a la sociedad debe acercar cada vez más la justicia a lo justo en el espacio temporal y espacial en el que se produzcan los hechos. Por ello, la actividad del abogado, aunque pueda parecer un contrasentido, debe procurar y promover en su actividad diaria la solución desjudicializada del conflicto, debiendo ser éste el último recurso y teniéndose como premisa la mediación (Núñez Peralta, 2016, p. 1).

El abogado en ese encargo de defensa de los intereses de parte, deberá en primer lugar, tratar de diagnosticar el conflicto y, en segundo lugar, ayudar a la elección del método más idóneo para su gestión y resolución, ajustándose a las singularidades del caso concreto. A ello, debiera conducirle el mandato contenido en el art. 13.4 del Código deontológico de la abogacía, en el que se reconoce y encomienda a la abogacía una tarea profesional clave en la pacificación social del conflicto, imponiéndole el deber de concordia, que a su vez se traduce en un deber ético y deontológico encaminado a propiciar el acuerdo entre las partes (Almansa López, 2017, p. 39).

El CGAE está liderando en este momento esa transformación en la configuración de la Abogacía. Para el Consejo, el que la abogacía sea una de esas profesiones que requiere de colegiación, unido al hecho de que ejerza una función clave para garantizar la paz social en un Estado democrático de Derecho, son elementos suficientes para poner de relieve la trascendencia de la función de interés público y social que la profesión está llamada a desempeñar.

En este sentido, y en atención a la demandas de los ciudadanos sobre la forma de afrontar los conflictos, el CGAE considera que en una sociedad más comprometida en la participación y solución de sus diferencias se precisa la prestación de servicios de prevención así como de gestión integral de conflictos de calidad. Lo que no significa descuidar su función de defensa letrada, sino exclusivamente preservarla para aquellos supuestos en los que en atención a sus circunstancias, o por mandato legal, no puedan sino resolverse mediante un proceso judicial. En todo caso, el abogado siempre actúa en defensa de los intereses de su representado, lo que sucede es que en ocasiones la mejor de las defensas no precisa de un enfrentamiento en los tribunales. Por ello, desde la abogacía se están impulsando iniciativas y proyectos enmarcados en su plan estratégico que pretenden fomentar y prestar estos otros mecanismos de composición del conflicto con calidad y de forma cada vez más eficaz, convirtiendo nuestra tradicional abogacía en un nueva abogacía gestora integral de conflictos.

Una abogacía gestora integral del conflicto: el compromiso de la abogacía institucional

Como ya se ha referido en el primer plan estratégico del Consejo General de la Abogacía Española, Abogacía 2020 Soluciones, se contempla como el primero de los objetivos del segundo de sus ejes de actuación “la prevención y gestión integral de conflictos”. En el mismos hasta tres de las medidas de actuación contempladas se dirigen directamente al fortalecimiento de la cultura de la paz y el diálogo.

La función de prevención del conflicto

En primer término se prevé la necesidad de consolidación de la abogacía preventiva. En desarrollo de este compromiso se plantea la necesidad de que el abogado se consolide como un agente de prevención del conflicto. Para ello, se hace hincapié en la necesidad del consejo y el asesoramiento legal de un abogado previo antes de realizar cualquier acto con transcendencia jurídica. La función de la abogacía ha de concebirse en primer término como preventiva. Evitar situaciones jurídicas no deseadas es posible, y para ello la abogacía debe informar sobre los beneficios de las técnicas de anticipación y prevención de conflictos para la protección de derechos y la minimización efectiva de riesgos legales.

La Carta de Principios Esenciales de la Abogacía Europea ya recoge entre sus principios la prevención del conflicto; sin embargo, el conocimiento y difusión de esta actividad propia de la abogacía apenas es reconocida socialmente. Por ello, el Consejo General se ha comprometido a desarrollar acciones para potenciar la actuación preventiva de la abogacía. Estas actuaciones redundarán en la mejora de la seguridad jurídica y en la protección de derechos así como en la disminución de la litigiosidad. Sin duda, en esta materia el CGAE tiene aún una labor extensa, pues quizá el mayor escollo con el que se encuentra esta política es la falta de difusión y formación. Generar la imagen de la abogacía preventiva necesita de un enfoque diferente para la evitación y solución de conflictos, que a su vez precisa de una forma de ejercer la profesión basada en el empleo de técnicas orientadas a la anticipación y prevención del conflicto. Pero lo que es aún más importante, requiere de una involucración activa del ciudadano, que ha de contemplar la posibilidad de contactar con el abogado en un estadio en el que el problema aún no ha surgido, en un momento temporal en el que actualmente pocos se representan la actuación del abogado.

La promoción de prácticas colaborativas

En segundo lugar, para esa deseada transformación de la abogacía y del modelo de justicia que se ofrece a los ciudadanos el CGAE procurará la promoción de prácticas colaborativas. La práctica colaborativa es un método de gestión y resolución de conflictos alternativo al proceso judicial. Mediante las prácticas colaborativas se persigue el acuerdo a través de una negociación privada, en la que las partes están apoyadas y asesoradas en todo momento por sus respectivos abogados, así como por profesionales de ámbitos cuya intervención sea necesaria para obtener una solución global y adecuada a las concretas circunstancias de cada caso (mediadores, asesores financieros o fiscales, psicólogos, terapeutas, etc.) (Soleto Muñoz, 2017b). El abogado colaborativo adquiere un compromiso con su representado para intentar componer el conflicto de forma colaborativa, trabajando conjuntamente con el abogado contrario, para lo cual explorará todas las vías que ofrece el diálogo y la negociación, acudiendo a la mediación, e, incluso, cuando sea necesario, a otros profesionales que permitan la resolución del conflicto fuera de los tribunales (Soleto Muñoz, 2018, p. 1).

La International Academy of Collaborative Professionals (IACP) estima un índice de acuerdos a través de este método del 86%, y destaca el alto grado de satisfacción de los clientes tanto respecto al proceso como a sus resultados. Sin embargo, en España, la práctica colaborativa no está plenamente desarrollada, y la información y formación en esta materia es aún muy escasa y fragmentaria. Prueba de ello es que sólo existen seis asociaciones de derecho colaborativo (Euskadi, Madrid, Asturias, Galicia, Navarra y Valencia) y una Federación de Derecho y Práctica Colaborativa, que agrupa a las diferentes asociaciones.

En efecto, para consolidar esta modalidad de gestión y resolución del conflicto en España, el Consejo General tendrá que plantear actuaciones tendentes a la información, formación y creación de redes colaborativas. Quizá sea el último de estos aspectos el más complejo en la actualidad, pues pese a que los ciudadanos y los abogados ya conciben la pacificación de los conflictos fuera de los tribunales, la escasa afiliación a redes colaborativos impide en la práctica el trabajo en red con otros profesionales colaborativos.

El impulso de la mediación, el arbitraje y otras formas de conflicto

En tercer lugar, desde la abogacía institucional se pretende favorecer la mediación, el arbitraje y otras formas de gestión del conflicto no judicializadas, pues el abogado llamado a representar eficazmente a su representado, debe tener en cuenta que el método de solución y su desarrollo es válido si es eficiente al obtener un resultado querido por ambas partes (bien común) (Fajardo Martos, 2013, p. 65). El proceso judicial, con toda su trascendencia, no es el único remedio para resolver conflictos que también pueden resolverse negociando, acudiendo al arbitraje, la mediación o la conciliación. Su importancia proviene no sólo del derecho fundamental que todos tenemos de recurrir a él, sino del papel de referencia que juega de lo que el justiciable podría obtener (Moreno Catena, 2013, p. 50), y yo diría aún más, del tiempo y coste que le llevaría conseguirlo.

Por ello, los conflictos necesitan una gestión inteligente y una mayor implicación de sus protagonistas para conferir estabilidad a la solución de la diferencia. Eludiendo la judicialización del conflicto, evitaremos una resolución impuesta que suele llegar tardíamente y, por lo general, sin plena satisfacción de las partes. Todos debiéramos comprender que “el derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en el art. 24.1 CE no supone que la vía del Estado-Juez-Proceso sea obligatoria, ni tampoco que sea la única vía para la resolución de los conflictos; de este modo, el particular puede bien acudir a esta vía u optar por otros cauces diferentes que pueden ir desde las fórmulas autocompositivas hasta otros cauces como el arbitraje, que responden a los mismos parámetros de la heterocomposición” (Barona Vilar, 1999, p. 212).

Por tanto, en una sociedad moderna, donde la libertad de las personas se configura como un pilar social básico, se han de poner a disposición de los ciudadanos los más diversos medios de composición de las controversias para que puedan gestionar sus conflictos y puedan optar por aquél que más se adapte a sus necesidades e intereses legítimos (Carretero Morales, 2016, p. 42). Desde esta perspectiva estas formas de gestión del conflicto no sólo favorecen la autonomía de la voluntad sino que contribuyen a una mejor y más eficaz defensa de los intereses de la ciudadanía en la solución del conflicto. A través de estas otras vías de composición del conflicto, las personas pueden ejercitar la autonomía de la voluntad, y con ella el ejercicio de la responsabilidad de una forma mucho más completa que mediante la vía judicial (Otero Parga, 2007, p. 158).

Por ello, desde el CGAE se están promoviendo distintas acciones encaminadas a que la abogacía explore en su función pacificadora del conflicto, el mecanismo más adecuado para su composición, en función de su eficacia, celeridad y escaso coste en relación con los procesos judiciales.

Pero aún más importante que la labor de promoción de esta cultura del diálogo, es el compromiso que ha adquirido el CGAE en su plan estratégico, en el que se ha propuesto promover que la asistencia jurídica gratuita incluya estas fórmulas de gestión del conflicto, que permitan a los ciudadanos acceder al mejor de los mecanismos de resolución de conflictos. Evitando que aquellas personas que carecen de recursos o que cuentan con el derecho a la asistencia jurídica gratuita, se vean abocados a la resolución de su conflicto por la vía judicial.

Asimismo, y en relación con la promoción de los ADR, el Consejo General de la Abogacía deberá cumplir una labor esencial como es la de fomentar una mediación estructurada que asegure la defensa de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, y que garantice el régimen disciplinario aplicable a los profesionales de la abogacía en estas fórmulas de gestión de conflictos. Para ello, deberá trabajar en el desarrollo normativo de un código deontológico para estas nuevas realidades, que permita a los ciudadanos acudir a ellas con confianza y garantías.

Conclusiones

Tradicionalmente, la labor del abogado se identificaba esencialmente con la labor de asesoramiento previo a un conflicto y con la actuación ante los tribunales de justicia, pero en estos últimos tiempos, los ciudadanos y la sociedad, espera de estos profesionales un mayor y más amplio compromiso con la Justicia.

Los profesionales de la abogacía se encuentran en un nuevo orden y su actividad debe desplegarse en múltiples actividades que difuminan la figura tradicional del abogado. En este momento, los abogados, la abogacía institucional, deben ser capaces de contribuir al cambio del Derecho. Su carácter decisorio en la intervención del conflicto debe ser aprovechado para contribuir en el cambio de modelo de justicia que ofrecemos como servicio público. Siendo el derecho un proceso continuo de realización de opciones (Pérez Duarte, 2012, p. 238), la abogacía institucional ha escogido sin lugar a dudas el mejor de los caminos, la apuesta por una abogacía gestora integral del conflicto que permita acercar la justicia a lo justo en cada caso.

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