Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

Mediación en violencia de género


Publicado en Número 7. Primer semestre 2011

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Resumen:

La víctima ha sido durante muchos años, la gran olvidada del proceso penal. Sus necesidades de ser reparada no eran atendidas por los poderes públicos. La mediación es una fórmula de resolución de conflictos en auge en el Estado español. Sin embargo, ha sido excluida del ámbito de la violencia de género, en todo caso y en todos los supuestos. Llegados a este punto cabe preguntarse, ¿es recomendable la mediación en los supuestos de violencia de género?

VÍCTIMA Y DERECHO PENAL

Tanto el Derecho Penal, como la criminología tradicional atesoran una deuda histórica con la víctima, definida por la Organización de Naciones Unidas como aquella persona que ha sufrido un perjuicio, entendiendo por ello una lesión física o mental, sufrimiento emocional, pérdida o daño material, o un menoscabo importante en sus derechos, como consecuencia de una acción u omisión que constituya un delito con arreglo a la legislación nacional o el derecho internacional, o bien sea un acto de abuso de los poderes públicos.

Tal y como señala Landrove (1998), el Derecho Penal ha estado y está unilateralmente orientado hacia el delincuente. La víctima, personaje elemental en el desarrollo y corolario del hecho delictivo, ha sido objeto de la más mordaz indolencia, relegada a la representación de un papel meramente incidental en relación a la determinación de la reparación del daño que le haya sido ocasionado. De esta manera, no ha sido hasta el nacimiento de la Victimología, en torno al Holocausto y las devastadoras secuelas de la II Guerra Mundial, cuando se han alzado las primeras voces reclamando la atención al legítimo espacio que esta figura debe ocupar en el curso del proceso penal.

En los albores de la civilización, donde la autotutela representaba el sistema de resolución de conflictos por excelencia, la víctima era la única dueña de la justicia punitiva. La venganza por parte del propio ofendido del perjuicio o daño recibido, representaba la principal respuesta ante los hechos y contaba con el respaldo de la comunidad. No obstante, pronto surgió la necesidad de adoptar disposiciones que limitaran el ejercicio de la autotutela. Así, por ejemplo, el Talión, representó una de las primeras medidas, vigente todavía en la actualidad, para impedir la desproporcionalidad en la respuesta a los hechos acaecidos (Landrove, 1998; Ferreiro, 2005).

Pero, a medida que las sociedades y sus estructuras se han hecho progresivamente más complejas, el Estado ha ido asumiendo la tutela del enjuiciamiento de los hechos delictivos, hasta convertirse en el único titular del ius puniendi. En este mismo iter, paralelamente, la víctima ha visto reducido su protagonismo en la solución del conflicto, hasta su completa neutralización. A partir de este momento, para el Derecho Penal como mecanismo de control social, la víctima se convierte en mero espectador de la díada delincuente-Estado.

Es necesario tener en cuenta que como consecuencia de haber sido víctima de un hecho criminal, y mediando multitud de factores tales como la naturaleza del delito, variables personales, contextuales (uso de armas, tiempo de exposición,…), sociales, etc., en la persona agredida pueden tener lugar toda una serie de secuelas, que desde la literatura especializada se han dado en llamar victimización primaria. Sin embargo, además de este clase de victimización otras dos, la victimización secundaria y victimización terciaria, pueden darse en estas condiciones (Landrove, 1998; Beristain, 2000; Albertín, 2006).

La victimización primaria es aquella que describe los efectos físicos, psíquicos, económicos o sociales consecuencia directa de haber sido objeto de un hecho delictivo. Por otra parte, la victimización derivada de la interacción de la víctima con las disfunciones inherentes al funcionamiento institucional, y con la mala praxis de las organizaciones y profesionales encargados, en principio, de procurarle asistencia y apoyo, se conoce como victimización secundaria. Hemos de tener presente que esta victimización puede incrementar considerablemente el daño ocasionado por el propio hecho delictivo, e incluso, generar perjuicios donde no se habían producido originariamente.

En último lugar, la victimización terciaria es aquella que resulta de las experiencias desembocadas de la victimización primaria y secundaria. Para la finalidad de este artículo, centraremos nuestra reflexión sobre aquellas secuelas producto del paso por el aparato judicial, esto es, la victimización secundaria.

VÍCTIMA DE VIOLENCIA DE GÉNERO Y SISTEMA PENAL RETRIBUTIVO

La violencia de género constituye una grave lacra social cuya genuina naturaleza, todavía hoy en día, permanece oculta a los ojos de la sociedad y los poderes públicos. En este sentido, ya Lorente (2001) destacó que la violencia en la pareja, después de la diabetes y los problemas en el parto, es la tercera causa que más pérdida de años de vida saludable supone a la mujer.

Las víctimas de violencia de género, sin pretender minusvalorar el impacto psicosocial que dimana de la victimización propia de cualquier otro tipo delictivo, presentan una serie de características singulares que recrudecen la propia victimización. En primer lugar, por norma general, esta clase de relaciones de sumisión y violencia son experimentadas durante largos períodos de tiempo, no hemos de olvidar que, por término medio, transcurren diez años antes de que la mujer víctima tome la determinación de pedir ayuda (Echeburúa y Corral, 1998). En segundo lugar, a lo largo de este lapso de tiempo son objeto de multivictimización, al padecer reiterados episodios de violencia. En tercer lugar, la violencia se perpetúa en un contexto, el hogar familiar, que habitualmente se identifica con la satisfacción de necesidades por el ser humano, y es ejercida por un sujeto, el victimario, con el que se mantiene un fuerte vínculo afectivo.

Por otra parte, la mujer se ve privada del amparo de la red primaria de apoyo social, dado que es miembro de la misma, el propio ejecutor de la violencia (Taylor y Brown, 1988). Además, tal y como exponen Arce y Fariña (2009) la victimización de la mujer, en numerosas ocasiones, viene acompañada de la victimización directa o indirecta de algún otro miembro del núcleo familiar. Entendemos por victimización indirecta, aquélla que se genera en un individuo que no ha sido objeto de un delito, pero que, sin embargo, se ha inoculado de una víctima directa con la que mantiene una relación cercana, o bien la victimización fruto del amparo ofrecido a la víctima original (United Nations, 1988).

Como corolario a todas estas peculiaridades, a nivel psicológico pueden gestarse toda una serie de devastadores efectos en la mujer. Así, la doctrina es pacífica en considerar al Trastorno de Estrés Postraumático (en adelante TEPT) el trastorno primario en casos de violencia de género (Kessler et al., 1995; Echeburúa y Corral, 1998; Golding, 1999; Amor et al., 2006; Calvete et al., 2007). En cuanto a la sintomatología asociada, además del TEPT, la depresión es una de las categorías diagnósticas más utilizadas a la hora de describir los problemas psicopatológicos que presentan las mujeres maltratadas (Golding, 1999). De igual modo, trastornos de ansiedad, deterioro de la autoestima o sentimientos de culpabilidad son una constante en estas mujeres (Echeburúa y Corral, 1998).

Con lacerante asiduidad, toda esta amalgama de sintomatología primaria se ve acompañada, e inclusive fortalecida, por los perjuicios causados por el paso por los sistemas de control formal: victimización secundaria. Tal y como apunta Landrove (1998), no parece insólito que sus efectos se consideren más dañinos que aquellos asociados a la victimización primaria, dado que manan del propio sistema al que la víctima acude solicitando justicia y protección. En ocasiones la victimización secundaria surge de la mala praxis policial, sanitaria, judicial, etc., pero habitualmente se gesta por la falta de instrumentos proporcionados por la Administración, así, por ejemplo, el recurso a la casa de acogida, en numerosas ocasiones es percibido por la mujer como una sanción contra ella misma, donde se restringe de manera considerable su autonomía en múltiples aspectos de la vida cotidiana (Calle, 2004).

En el sistema judicial español, la victimización secundaria surge por el modo en que la víctima participa en el seno del proceso. En todo momento desconoce su papel en el curso de los acontecimientos; generalmente, posee una total falta de información acerca de los mecanismos procesales; ostenta un papel marginal en el desenlace de su causa; la víctima ha de acreditar la veracidad de su relato; debe cumplir con el estereotipo para ser considerada una «víctima legítima»; etc. De este modo, la dilación en los tiempos y la propia estructura del proceso interfieren decisivamente en la evolución de la integración del acontecimiento traumático.

Nadie cuestiona que la víctima ha sido la gran olvidada dentro del proceso judicial, actuando como mero testigo en su propia reparación y siendo relegadas sus necesidades en aras de los intereses generales del Estado. Una y otra vez se ha caído en el error de considerar que la víctima, y en particular, aquella en situación de violencia de género, no anhela más que se le haga justicia, desatendiendo así todas aquellas necesidades básicas que surgen de la vivencia del propio hecho delictivo. Ante esta lacra, los poderes públicos han respondido endureciendo las penas y reforzando la tutela judicial efectiva para la mujer, pero al mismo tiempo han limitado, más si cabe, su protagonismo dentro del proceso judicial, coartando su libertad de actuación e instrumentalizando a cada víctima particular en aras de una ansiada justicia de género.

LA VIOLENCIA DE GÉNERO EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO

El tratamiento que actualmente se le da a las víctimas de violencia de género es el previsto en la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

En ella se define ésta como «la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aún sin convivencia». Por tanto, el concepto «violencia de género» engloba «todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad».

En esta ley la lucha contra la violencia de género se sitúa dentro de la jurisdicción penal. Ante esto, cabe preguntarse siguiendo a Pérez Ginés (2010) «¿se han visto disminuidos estos actos con tanta modificación y creación de nuevas leyes?, ¿creen ustedes que con apartar al autor de la víctima mediante las incumplidas muchas veces órdenes de alejamiento, o encerrarlo momentáneamente apartándolo de la sociedad vamos a apaciguar o resolver los problemas que le llevaron a esta situación?, ¿a alguien se le ha ocurrido preguntar cuáles son los factores que han producido esta reacción que hace necesaria una intervención extrema como es la judicial?». Lamentablemente no se puede sino reconocer que la paulatina criminalización y judicialización de la lucha contra la violencia de género no ha contribuido significativamente a su disminución.

La tendencia punitivista del legislador ha instaurado lo que en opinión de Villacampa Estiarte (2008), es un «Derecho penal sexuado». Tal categorización surge de la clasificación de los distintos modelos normativos diseñados para luchar contra la violencia doméstica y de género. Así, ordenando los modelos de menor a mayor grado de tutela de las víctimas de este tipo de violencia, podemos distinguir: en primer lugar, el modelo de protección penal común, que se caracteriza por no contener «especialidad alguna para el caso en que el destinatario de la violencia sea alguno de los integrantes de la unidad familiar»; en segundo lugar, el modelo de mera exasperación punitiva, que integra «aquellos ordenamientos que no contemplan un tipo específico del delito de maltrato familiar, pero que sí contemplan agravaciones genéricas o específicas para los supuestos en que determinados delitos contra las personas o contra bienes jurídicos de carácter personalísimo los cometan entre sí personas pertenecientes al mismo núcleo familiar»; en tercer lugar, el modelo de protección penal específica, que está integrado por «aquellos ordenamientos penales en los que se incrimina específicamente un delito de violencia familiar o doméstica»; y por último, el modelo de derecho penal sexuado, integrado por «aquellos ordenamientos jurídicos que no solamente incriminan de modo específico el maltrato en el ámbito familiar, sino que prevén cualificaciones cuando la víctima pertenece al género femenino y el autor pertenece al género masculino».

De este último modelo se desprende en palabras de Guardiola Lago (2009) que, «por el hecho de que la mujer sea víctima de violencia de género, el autor recibirá una mayor sanción. Por lo tanto, mayor protección significa en esta sede mayor punición. Así, el legislador parece haber optado por un entendimiento de los intereses de la víctima como contrapuestos a los del autor del delito, aumentando las sanciones en algunos delitos».

En todo caso, que el agresor debe ser sancionado por su actuación resulta lógico, no obstante, esa no ha de ser ni de iure ni de facto, la única finalidad del legislador, es más, se le debe exigir a éste una actitud proactiva en la consecución de una mayor atención a las necesidades y deseos de la víctima, y como no, a la resocialización del victimario. Desafortunadamente, hoy en día tenemos claro que el proceso judicial resulta insuficiente para resolver los conflictos que se le presentan. El que las sociedades modernas hayan creído necesario acudir al mecanismo de la judicialización para la solución de todos los conflictos, cualquiera que sea el marco en el que se desarrollen, el tipo de bien jurídico lesionado, las personas intervinientes en el conflicto, etc., hace que el aumento progresivo del conflicto social, impida al proceso servir como mecanismo apto para la solución de determinadas controversias. El tratamiento del problema en el proceso judicial se centra en el hecho enjuiciado, obviando las circunstancias de los sujetos encausados, la reparación o resarcimiento del daño, etc.

Esta inadecuación de la respuesta judicial ante ciertos ilícitos penales, afecta tanto a víctima como a victimario. A la primera, porque se la desapodera de la soberanía del conflicto y no se atienden sus intereses y necesidades de reparación, del mismo modo y con la misma contundencia, que se da respuesta a la necesidad de castigar el ilícito penal por parte de la Administración de Justicia. Al segundo, porque el proceso penal en su configuración actual genera más sufrimiento personal en el victimario, que valores reeducativos, por lo tanto no sólo se dificulta su reinserción, sino que también se incrementan las probabilidades de reincidencia. Más concretamente, la privación de libertad en prisión supone un factor criminógeno de primer orden, toda vez que en ella, los reclusos se socializan en una subcultura propia que dista mucho del ideal de ecosistema resocializador.

Por todo lo referido, para evitar los procesos de victimización tanto en víctima como en victimario, es necesario dotar al proceso penal de un instrumento de gestión del conflicto que potencie la participación de la víctima y coadyuve a su reparación, así como, que posibilite la auto-responsabilización en el victimario y potencie sus esfuerzos por reparar a la víctima. Para dar satisfacción a los objetivos anteriormente enunciados, dadas las carencias de la perspectiva estrictamente jurídica, la mediación penal se constituye como el método más idóneo. También facilita el diálogo comunitario, reconstituyendo la paz social quebrada por el delito y minimizando las consecuencias negativas, devolviendo, en consecuencia, cierto protagonismo a la sociedad civil. Esta opción revierte positivamente en la comunidad incrementando la confianza en la administración de justicia penal.

Así lo considera también el legislador internacional, en concreto, a través de la Decisión Marco del Consejo de la Unión Europea relativa al estatuto de la víctima en el proceso penal de 15 de marzo, cuando dispone en su artículo 10 que, «los Estados miembros procurarán impulsar la mediación en las causas penales para las infracciones que a su juicio se presten a este tipo de medida. Los Estados miembros velarán por que pueda tomarse en consideración todo acuerdo entre víctima e inculpado que se haya alcanzado con ocasión de la mediación en las causas penales ( ) Los Estados miembros pondrán en vigor las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas necesarias para dar cumplimiento a lo estipulado en la presente Decisión marco: en lo que se refiere al artículo 10, a más tardar el 22 de marzo de 2006».

En la actualidad, el Estado español carece de una ley de mediación penal. Hasta hoy, han sido escasas las referencias legislativas en esta materia, apenas de importancia, con la salvedad de la LO 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal de los menores y de la LO 1/2004 de medidas de protección integral contra la violencia de género; en este último caso, la referencia ha sido justamente para su prohibición.

VÍCTIMA DE VIOLENCIA DE GÉNERO Y MEDIACIÓN PENAL

La mediación penal, definida en la Recomendación núm. R (99) 19, del Consejo de Europa, en materia de mediación, como todo proceso que permite a la víctima y al delincuente participar activamente, si libremente acceden, en la solución de las dificultades resultantes del delito, con ayuda de un tercero independiente, el mediador, emerge en el marco de la justicia reparadora. Ésta última adquiere todo su sentido en el seno de un movimiento de humanización de la justicia penal, que articulando fórmulas complementarias al propio proceso, persigue minimizar sus perjuicios y potenciar los fines de reinserción y reparación otorgando un papel fundamental a víctima y victimario en la solución de su propio conflicto.

Al amparo de esta nueva concepción de justicia, sobrevienen transformaciones vitales en torno al proceso y sus componentes esenciales. Así, se entiende ingrediente indispensable para el tratamiento restaurador la presencia de las partes directamente implicadas en el hecho delictivo. De igual modo, el propio proceso se interpreta como un recurso comunicacional en el que necesariamente han de converger la expresión directa y legítima de las necesidades y emociones derivadas del delito en la víctima, y la consciencia, en el victimario, del alcance real del daño ocasionado. Y, en último término, el acuerdo reparador además de restaurar a la comunidad afectada, ha de reparar simbólica o materialmente a la víctima y reintegrar al infractor (Larrauri, 2004).

Si bien es cierto que en cada Estado se ha introducido, y se habrá de introducir, la mediación en el seno del proceso penal de acuerdo a los principios y estructura del mismo, también lo es que debe respetar los postulados contenidos en la Recomendación nº R (99)19, de 15 de septiembre de 1999, del Comité de Ministros a los Estados Miembros en materia penal, según la cual:

  1. La mediación en materia penal sólo podrá tener lugar si las partes consienten libremente. Las partes deben ser capaces de retirar ese consentimiento en cualquier momento de la mediación.
  2. Las discusiones en mediación son confidenciales y no podrán utilizarse más adelante, salvo acuerdo de las partes.
  3. La mediación en materia penal debe ser un servicio gratuito.
  4. La mediación en materia penal debe estar disponible en todas las etapas del proceso de justicia penal.
  5. Los servicios de mediación deben ser autónomos respecto al sistema de justicia penal.

De entre estos principios se hace obligado destacar la voluntariedad, por su papel preeminente en la discriminación entre justicia restaurativa y justicia penal tradicional, una voluntariedad que se hace extensiva a todos los instantes y protagonistas del proceso mediador. Acorde a las afirmaciones de Castillejo (2010), y centrando nuestro discurso en los supuestos de violencia de género, se ha de atender con vehemencia a la consumación de este fundamento por parte de la mujer, que ha de ser introducida voluntariamente en el proceso mediador y, siempre y en todo caso, en una posición de igualdad con respecto al varón.

Con el propósito de coadyuvar a este ideal, la inclusión de la mujer víctima de violencia de género en el proceso mediador ha de ir precedida de una completa valoración psicológica, en la que, atendiendo a la disposición de la víctima y su relación con el victimario, se estime la pertinencia de la mediación para cada caso concreto. No podemos perder de vista que no en todas las relaciones definidas por la violencia de género la desigualdad entre las partes se presenta insuperable, dado que en el seno de este tipo delictivo es posible vislumbrar una dilata diversidad de situaciones que comprenden desde una agresión ocasional, hasta el uso sistemático de la violencia como instrumento de dominación y poder.

De este modo, como corolario a la valoración precedente, atendiendo a las circunstancias genuinas de la mujer pueden inferirse diferentes líneas de actuación. Así, en virtud de la ausencia de asimetría de poder, puede concluirse la pertinencia de acoger el caso en mediación. De igual modo, en muchos casos puede desprenderse la exigencia de una intervención especializada con la mujer para ser situada en un plano de igualdad con respecto al victimario. En último término, las circunstancias inherentes a la víctima pueden hacer desaconsejable el recurso a la mediación penal. En todo caso, bajo el principio rector de voluntariedad ha de garantizarse la libertad de decisión de la mujer tanto en el acceso al proceso como en el mantenimiento en el mismo.

En contraposición con el sistema penal ordinario, la mediación ofrece la posibilidad de participar de manera activa, a víctima y victimario, en la reparación de su conflicto. Se coloca a la mujer en un escenario en el que, la reparación psicológica y la atención a las necesidades que manan del propio hecho delictivo, constituyen fines legítimos. De igual manera, se convida al agresor a hacer frente a las genuinas consecuencias de su comportamiento, construyendo espacios que efectivamente atiendan a los fines de reinserción y reeducación contenidos en el Art. 25.2 de nuestra Constitución de 1978.

La neutralidad e imparcialidad que deben guiar la actuación de las y los mediadores constituyen un salvoconducto ante todas aquellas actitudes revictimizadoras presentes en la mayoría de los agentes jurídico-sociales insertos en el sistema de justicia penal ordinario. Así, valores, prejuicios y asunciones de los profesionales de la mediación no tienen cabida en el proceso, y únicamente la experiencia vital de las partes ancla el desarrollo del mismo. De igual modo, la redefinición del hecho delictivo como un problema compartido, que es preceptivo resolver con rentabilidad para las diferentes partes comprometidas, incide de manera directa en la relación entre los protagonistas, contribuyendo al fortalecimiento social y al cambio cualitativo de la comunidad en que se insertan.

La naturaleza flexible de la mediación, hace posible atender a la vertiente persuasiva de la norma penal, sin desatender las necesidades e intereses de los protagonistas de cada caso de manera individualizada. La mediación penal favorece el empoderamiento y autonomía de la mujer, proporcionándole herramientas que le faculten para prevenir estados futuros análogos, al tiempo que hace frente a su situación actual. La mujer deja de ser mostrada como el ser dependiente e incapaz que subyace de la legislación vigente en violencia de género, para convertirse en un ser autónomo capaz de abordar y gestionar su propia realidad.

Así, en todo este proceso, a la par que se promueve la autonomía y la responsabilización en el manejo de la disputa, devolviendo a las partes la conciencia del compromiso con sus propios actos y las consecuencias que los acompañan, se restablece el orden jurídico perturbado por la infracción penal. De igual modo, a través del proceso comunicacional se secunda el crecimiento personal y el empoderamiento de víctima y victimario. La palabra se convierte en legítima herramienta para gestionar una divergencia que, inevitablemente, los individuos han de enfrentar a lo largo de sus vidas, interiorizando el diálogo como método de resolución de conflictos.

PROHIBICIÓN DE MEDIAR EN VIOLENCIA DE GÉNERO

A pesar de los beneficios que supone introducir la mediación en el proceso penal, en los delitos de violencia de género se halla prohibida por el artículo 44.5 LO 1/2004, cuestión ésta que no deja de ser reveladora, toda vez que se está prohibiendo lo que no está previsto en la ley.

Dos son las ideas que habitualmente se emplean para justificar la citada prohibición: por un lado, el argumento de que para los casos donde existe violencia, la mediación resulta improcedente, y por el otro, el argumento que sostiene que al no existir igualdad entre las partes, la mediación resulta inconveniente.

En relación al primer argumento cabe destacar que la normativa internacional no limita la tipología de delitos en los que aplicar mediación, todo lo más, únicamente establece particularidades metodológicas. Si bien es cierto que nuestro país no es el único que prohíbe la mediación en determinados supuestos (véase el caso de Portugal donde se excluyen los delitos sancionados con pena privativa de libertad, etc.), también lo es que la mayoría de los Estados no establecen restricciones referidas al tipo de delito sobre el que se puede mediar. Además, hay que señalar, tal y como afirma Guardiola Lago (2009) que la prohibición sólo se refiere a la mediación, quedando por lo tanto expedita la vía de la utilización de otros mecanismos propios de la justicia restaurativa (family group conferencing, etc.).

En palabras de Guardiola Lago (2009), con respecto al segundo de los argumentos a favor de la prohibición, «se arguye en este sentido que la justicia restaurativa desatendería la protección de la víctima, puesto que un reencuentro con el delincuente podría revictimizarla, al tiempo que se podría repetir la desigualdad de poder existente entre la víctima y el delincuente. De este modo, se considera que la víctima, especialmente en delitos graves, no puede situarse en una posición de igualdad en un diálogo con el autor, puesto que ésta sufre en la mayor parte de ocasiones de un estrés postraumático () Con todo, definir aquello que se entiende por igualdad resulta tan complejo como esencial para que los procesos de justicia restaurativa no posean efectos contraproducentes () la diferencia entre la mediación en el ámbito penal y otros órdenes radica ya en una situación de desigualdad en la experiencia y en la posición ante el derecho de la víctima y del autor del delito. Además, pretender una exacta igualdad podría llegar a contradecir algunos de los extremos donde existe un cierto acuerdo doctrinal y empírico. Así, si la mediación y otras prácticas restaurativas poseen el efecto positivo para las víctimas de reducir el estrés post-traumático derivado del delito, particularmente en los casos en los que éste es grave, ello implica necesariamente que se deba aceptar la posible presencia del mismo en el proceso restaurativo, siempre y cuando no exista una grave situación de desventaja invalidante de cualquier tipo de diálogo».

Cabe ahora realizar una matización en torno a la generalizada idea de que la mediación en violencia de género está prohibida. Lo cierto es que lo que prohíbe la LO 1/2004, es la mediación en la criminalidad derivada de la concepción de violencia de género que la propia ley defiende. El ámbito objetivo de la ley, establecido en su artículo 1.1 acota una concepción de violencia de género que a su vez, por defecto, excluye otras muchas situaciones susceptibles de recibir tal consideración (Guardiola Lago, 2009).

Además, tal y como señala Guardiola Lago (2009) la Ley Integral no prohíbe el proceso mediador en los delitos de violencia de género después de la fase de instrucción, puesto que «la ubicación del precepto que prohíbe la mediación penal está referida al ámbito competencial de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer. Por lo tanto, alude a la instrucción de determinados delitos y el conocimiento y fallo de las faltas contenidas en los títulos I y II del libro III del Código penal. Ello determina la posibilidad de admitir la mediación penal una vez concluida la fase de instrucción. El instituto de la conformidad, que es utilizado con frecuencia en la violencia de género, podría constituir un expediente para tener más en cuenta los eventuales acuerdos reparadores llevados a cabo en procesos restaurativos, en lugar de constituir, como ocurre en la actualidad, una negociación de la pena entre la fiscalía y la defensa con dudosos efectos preventivo generales y especiales. Otro de los campos donde () puede resultar muy indicada la mediación penal y que no se encuentra prohibida en nuestra legislación, es una vez celebrado el juicio oral y recaída una sentencia condenatoria al agresor».

Por último, destacar que el hecho de que el legislador español haya decidido situar todos los supuestos de violencia de género en el ámbito del derecho penal, es una cuestión de política legislativa con evidentes repercusiones político-criminales.

Con la promulgación de la LO 1/2004, el legislador pudo residenciar los primeros episodios de violencia producidos en el ámbito familiar en la jurisdicción civil, no obstante, decidió emplear la «ultima ratio» de la jurisdicción penal, cuestión ésta que revela sin ambages la concepción de los poderes públicos acerca de la violencia de género en el ámbito familiar.

En el supuesto de que se opte por la jurisdicción civil, sin duda se está primando la visión del problema como síntoma de una cuestión familiar, en la que el agresor es una persona inmersa en dicho conflicto; pero si la opción, por el contrario, es la percepción de los hechos de violencia en el ámbito familiar, en todo caso, sin distinción alguna, como constitutivos de delitos o faltas, se deja todo en manos de la intervención punitiva del Estado, criminalizando así todo el ámbito de la pareja. Así, los sistemas legales que atribuyen a la jurisdicción civil la primera intervención, salvo que los hechos estén descritos en sus normas penales, implícitamente están aceptando que determinados hechos violentos no merecen la reacción retributiva del Estado a través del ius puniendi».

Diversos ordenamientos jurídicos, de nuestro más cercano contexto (Inglaterra, Alemania, etc.), han postulado la jurisdicción civil como la primera de las respuestas para casos «leves» de violencia de género. En esta línea, la Ley de protección ante la violencia de la familia de Austria, prevé una intervención integral en la que se contemplan medidas tales como, la posibilidad, (que no obligatoriedad) de adoptar medida de alejamiento, la orden de desalojo del domicilio familiar, etc., pero en la jurisdicción civil. Los datos en relación a la experiencia austríaca son ciertamente reveladores, toda vez que mediante las «agencias de intervenciones», entes para el acompañamiento e intermediación entre las partes y los servicios sociales, órganos judiciales, etc., se ha verificado que el sistema funciona y que han disminuido un 40% los casos de violencia. Así, si bien es cierto que en un amplio porcentaje no se ha conseguido el objetivo propuesto, concretamente en un 60%, también lo es que en el cuarenta restante sí se ha logrado reconducir la situación sin acudir a la vía penal.

CONCLUSIONES

En definitiva, discrepando en relación a la prohibición de la mediación en supuestos de violencia de género, consideramos que la Ley integral debería haber servido para reforzar los factores preventivos, incidiendo en el carácter fundamental de éstos a la hora de abordar un problema social estructural, y en su carácter preeminente con respecto a los factores punitivos. En este sentido, frente a la filosofía del castigo, se debería apostar por otras alternativas que minimicen los efectos de la victimización, que eviten la judicialización, que pertrechen a las partes con dotaciones de equipos psicosociales, etc.

En cualquier caso, admitir la mediación en supuestos de violencia de género, debe implicar necesariamente asumir una serie de precauciones como son: la absoluta necesidad de que las y los mediadores se especialicen en este campo y estén sometidos permanentemente a un continuo reciclaje de conocimientos, prácticas, etc.; la garantía de total seguridad para la víctima, tanto mientras dure el proceso mediador, como con carácter posterior al mismo; y la aceptación preceptiva por parte de la víctima de someterse, con carácter previo a la mediación, a un proceso de empoderamiento, quedando por tanto condicionada su participación, no sólo a su consentimiento personal, sino también al informe positivo del profesional de la psicología que evalúe su estado.

Además, sería necesaria la supresión del carácter obligatorio de la pena accesoria de alejamiento, siendo para ello imprescindible modificar el artículo 57 del Código Penal. De esta manera, tal y como señalábamos, será la decisión judicial la que determine si en el caso concreto en que ha existido conciliación entre víctima y victimario se impone o no la citada pena accesoria (Castillejo, 2008).