Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

El dilema de la elección y los buenos maestros


Publicado en Volumen 7 - 2014, Nº. 2

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Resumen:

La mediación enfrenta cada vez a los mediados a la necesidad de elegir su solución. Como profesionales, debemos entender el efecto psicológico que la elección supone a las personas para poder entender asimismo las reticencias habituales al acuerdo que podemos encontrar en las fases finales del proceso de mediación. A menudo nos preguntamos: ¿qué le ocurre a los mediados cuando, habiendo pasado ya por el duro proceso de exponer sus vivencias, de revivir el conflicto, de acercarse como seres humanos y entenderse, de llegar a soluciones realmente válidas y en muchas ocasiones mucho mejores de las que podrían alcanzar en un proceso judicial, qué les ocurre –repito– cuando aparecen reticencias de último momento que ponen en cuestionamiento el acuerdo final? El mediador se debate internamente entre el pavor a que su trabajo no haya servido para nada, el malestar hacia aquel que de repente duda intensamente cuestionando con ello la posibilidad del acuerdo, la inquietud porque el tiempo del acuerdo se va agotando, el deseo de ejercer cierta presión para que el reticente abandone sus dudas y los principios propios de la mediación que parecen decirnos que todas estas emociones son impropias de un buen mediador.

Si recurrimos a los autores clásicos de la mediación, encontramos algunas respuestas sobre el cómo actuar en estas situaciones. Por supuesto, el punto de partida es no dejarse llevar emocionalmente por lo que uno está sintiendo como mediador: subirse al árbol, diría Ury (1997), que igualmente plantea la necesidad de «tender un puente de oro», es decir, facilitarle que pueda volver al acuerdo, cuando el mediado se sienta próximo a éste y necesite retrotraerse a sus posiciones iniciales, fruto de las dudas que vuelven a surgir cuando el acuerdo está cerca. Los transformativos, más atentos a la necesidad emocional de los mediados, también nos recuerdan que las reticencias pueden ser saludables y oportunas pues esconden aspectos de la revalorización de los mediados, y así nos señalan que incluso un deseo final de no llegar a un acuerdo es un éxito de la mediación si es el propio mediado el que entiende y decide libremente que no quiere tal acuerdo (Folger, 2008). Por supuesto, en muchas ocasiones puede ser que el acuerdo al que lleguen los mediados no sea siempre la mejor de las opciones. Por más que deseemos defender que la mediación es siempre el mejor de los espacios y de las posibilidades, las actitudes personales de una parte más cerrada, «fuerte», segura y determinada a no ceder puede colocar a la otra parte ante la posibilidad de aceptar una solución que, siendo honestos, quizás no es la mejor de las opciones y que quizás en otro proceso –por ejemplo, en un juicio– no llegaría ni a proponerse. En tales casos entendemos claramente la negativa de esa segunda parte a abandonarse a un acuerdo inadecuado y entendemos que como mediadores debemos focalizarnos en ayudar a que la parte que se muestra falsamente fuerte o impositiva pueda superar esta actitud.

Pero debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué las personas muestran frecuentemente reticencias en los momentos casi definitivos previos al acuerdo?

La negociación de un proceso de mediación actúa psicológicamente de manera muy similar a otras dos situaciones: a los juegos y, aún más, a las compras.

Sobre el proceso de negociación como juego ya se ha escrito bastante desde la obra clásica de Von Neumann y Morgenstern (1944), y que ha dado pie, entre otros muchos planteamientos, al famoso «Dilema del Prisionero» (Poundstone, 1995). Al vivir una negociación en términos similares a los que establecemos en los juegos, los mediados, impulsados por el deseo de ganar, se ven ante la duda de si colaborar, y obtener algo bueno para todos, o competir, y con ello ganar mucho más sólo para sí mismos, al margen del otro. El deseo económico de lograr algo, alcanzar algo en su beneficio (no me refiero con lo económico a lo monetario, que también, sino a la sensación de «sacar algo», de ganar algo, de «sacar partido» de algo, que es motivador en sí mismo) apela a nuestra parte más individualista. Si pienso en mí mismo, el resultado más válido es aquel en el que yo gane más o en el que yo pierda menos. A este respecto, André Gide da voz a su protagonista, su «sí mismo» en «El inmoralista» (1902/1988, p. 122): «¡Qué feliz es Ménalque, que no tiene nada! Yo sufro porque quiero conservar», que nos recuerda una de las lecciones atribuidas a Buda: «No es la vida ni la riqueza ni el poder lo que esclaviza a los hombres, sino el apego a la vida, a la riqueza y el poder».

Es un principio económico que, sin embargo, como cuestiona Lieberman en su obra «Social. Why our brains are wired to connect» (2013), no es para nada el único impulso que dirige la conducta del ser humano. Sí es un motivador, pero el ser humano, condenado a ser social, será capaz de superar su propio egoísmo y su visión ensimismada, para aceptar un acuerdo válido para ambas partes aunque económicamente menos interesante. Estudios recogidos en el texto de Lieberman sobre el ya mencionado «Dilema del Prisionero» así lo demuestran: preferimos una opción que beneficie a ambos a medias a una opción que me beneficie más pero me indisponga contra ti. Condenados a vivir en sociedad, necesitamos el reconocimiento del otro, debatiéndonos entre nuestra autonomía y nuestros intereses más individualistas, y nuestra dependencia social: el poder (ganar) nos permite sentirnos independientes de los demás; el reconocimiento social nos permite sentirnos integrados. Como señala Stephen A. Mitchell «El niño no puede funcionar sin relaciones, sin vínculos con otras personas, sin interacciones reales que le hagan sentir que está conectado e integrado. Ser humano significa estar relacionado con los demás, pertenecer a una matriz de relaciones». (Mitchell, 1993).

Apoyarnos en la tendencia natural social de necesidad de colaborar del ser humano, evidenciar las cesiones del otro y apelar a la empatía para ello, ayuda en muchas ocasiones a superar este momento, este deseo de vencer al otro por encima de todo, a menudo encubierto en:

  • el deseo de tener razón;
  • el ímpetu moralizador sobre las conductas del otro –siempre más severos con las intenciones y conductas del otro que con las propias-;
  • y el deseo de obtener una ganancia por encima de la del otro, al margen de la cantidad real obtenida.

Sobre el primero, el deseo de tener razón, es para muchos un elemento en juego permanente en la mediación. Muchos sólo solicitan eso: que alguien les dé la razón y se frustran mucho al inicio del proceso cuando el mediador aclara que no es su papel juzgar eso. Deben acudir al otro, a su oponente, para que éste les reconozca que tienen, cuando menos, «parte de razón». Sobre ello, nos recuerda Gide, de nuevo en «El inmoralista» (1902/1988, pp. 116), a través del cínico personaje oscarwildeano Ménalque que, frente a los insultos, «es preciso dejar que los otros tengan razón, ya que eso les consuela de no tener otra cosa». Con menos cinismo, como mediadores debemos entender la necesidad de los mediados de que en algún momento sientan que se les da, al menos en parte, la razón en algo. Es humano y parte de la necesidad de reconocimiento y de fortaleza de la autoestima el sentir que «no estamos locos; algo de lo que decimos tiene su parte de razón» y es en muchas ocasiones una necesidad a gritos de los mediados que, ante su insatisfacción, se cierran en sus posiciones. Es impresionante –seguro que todos los mediadores lo hemos vivido en más de una ocasión– el efecto del reconocimiento en esos mediados, superando su atrincheramiento inicial en cuanto sienten que han recibido algo de esas dosis tan adictivas que tiene el tener –aunque sea parcialmente– razón en algo. Y a la par, en un cabriolé difícil en mediación, ser capaz de transmitirles que no hay Una Verdad, sino muchas, y que, en cualquier caso, no es tarea de la mediación aclarar/sentenciar quién tiene La Razón, sino abordar el conflicto positivamente.

Respecto al ímpetu moralizador, acudiré nuevamente al Ménalque de «El inmoralista» que, con su habitual cinismo, señala categórico: «No puedo exigir a los demás mis virtudes. Ya es hermoso si encuentro en ellos mis vicios» (1988, pp. 117). Es ya una obviedad decir que nuestra catadura moral la construimos por contraste con el otro y que poco hay más satisfactorio para nuestro castigador superego que evidenciar «fallas» en los otros que muestran que nosotros no somos tan imperfectos. Salva, efectivamente, nuestra autoestima el duro juicio con que nos dirigimos y sentenciamos a los demás. Pero fuera de dar ese gusto al superego, tal conducta no hace sino reforzar mi confrontación con el otro. Y aquí, las cristianas sentencias, que más allá de lo religioso están firmemente asentadas en la cultura occidental, «no juzgues y no serás juzgado» o «quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra» apelan a un sentimiento popular de respeto al otro de gran importancia para nuestras relaciones sociales de convivencia. Pero hemos de entender, como defiende la Escuela Narrativa de Sara Cobb (Munuera, 2007), que son las historias creadas las que están manteniendo indebidamente ese juicio al otro; historias de «buenos y malos» donde repartimos los roles a nuestro antojo: me reservo el papel de bueno y te atribuyo el de malo. Hay como una necesidad de entregar el papel de malo a alguien y, claro, mejor dárselo al otro que quedármelo yo. Y a partir de ahí las racionalizaciones en busca de pruebas de nuestra teoría –la teoría de que el otro es muy malo– y la creencia firme en ella acaban desvirtuando nuestra mirada. El personaje principal de «El inmoralista» refleja perfectamente esta idea: «Nuestra mirada desarrolla, exagera en cada uno el punto sobre el que se fija, y hacemos así que se convierta en eso que nosotros pretendemos que sea». La mirada enjuiciadora fortalece el conflicto y la narrativa cerrada, la película que hemos creado de «buenos y malos». Entender que esa película no es la que vamos a ver en mediación, nada de «buenos y malos», nada de «perseguidores y víctimas», y nada de mediadores como «salvadores» o dadores de la razón o como emisores de juicios sobre la maldad de los demás, ayudará a abandonar esas narrativas enjuiciadoras.

En relación al tercero, el deseo de obtener una ganancia superior a la del otro, aparece bien reflejada nuevamente en los estudios que recoge Lieberman (2013). En ellos, se plantea que la satisfacción es mayor en muchas ocasiones no en tanto a la cantidad ganada como tal (el deseo económico del que hemos hablado), sino en contraste con lo ganado por el otro, y que si lo que gana el otro es más que lo que gano yo genera sensación de injusticia al margen de que realmente el acuerdo sea justo o el resultado de lo que quede para mí sea bueno. Es decir, no importa sólo lo que me toca, sino el contraste con lo que te toca a ti. Como planteaba Lieberman, ni quedar demasiado por encima, ni quedar por debajo; buscamos un cierto equilibrio.

Mas debemos tener en cuenta que si bien el deseo es el motor inicial de los mediados, no es sólo el deseo el que actúa frente a un acuerdo. Y entra aquí el símil con las compras, ¿cuántas veces en el momento en el que, empujados por nuestro deseo, nos dirigimos a la larga cola de espera de la caja en una tienda y empezamos a preguntarnos: «¿realmente necesito esto?», «¿no estaré gastando demasiado?», «¿merece esto el precio que voy a pagar por ello?»? Y es que, como plantea Gide en «Les Nourritures terrestres» (1897; citado en 1988, pp. 26), «Escoger no me parecía, en absoluto, tanto elegir como rechazar lo que no elegía». El miedo a perder aparece en los momentos previos a cerrar un acuerdo, poniendo en duda todo el acuerdo. Porque escoger, efectivamente, supone tener que dejar otras opciones. Las otras posibilidades de solución se nos aparecen en la mente y nos hacen dudar de lo beneficioso del acuerdo. Nuestras grandes decisiones vitales están, de hecho, claramente afectadas por ese principio del no: el problema al escoger una profesión no es tanto qué quiero ser, sino que estoy dispuesto a no ser, qué profesiones dejo atrás. Si opto por ser psicólogo o mediador, ¿qué será del novelista o del periodista o del historiador que podría haber sido? Mi elección de pareja, de nuevo, me confronta no con la duda de si la persona elegida es maravillosa, que seguro que sí, sino con la duda de si habrá otra persona aún más maravillosa que dejo atrás con mi elección o si estoy dispuesto a aceptar la exclusividad que suele venir acompañada con la elección de una persona frente a las demás. Woody Allen nos muestra en su magistral «Annie Hall» (Joffe, Rollins (Prod.) y Allen (Dir.), 1977) a dos vecinos, uno soltero llevando una vida loca y otro casado y con una familia deseada que, sin embargo, se miran el uno al otro con cierta envidia, no porque lo que tengan sea peor que lo que tiene el otro, sino porque desearía tener también lo que tiene el otro. No genera problema pensar en ir de vacaciones a París, siempre una decisión acertada en sí misma, pero sí un cierto malestar pensar en los sitios a los que no iremos este verano por haber elegido París como destino. Y qué coche o qué casa comprar nos enfrenta no con el problema de si la casa o el coche elegidos no son estupendos, sino si no habrá otra casa y otro coche aún mejor. Es la avaricia humana y el miedo a la pérdida de oportunidades lo que nos enfrenta al dilema de la elección. No lo planteo desde el juicio, sino desde la aceptación de lo que hay y con lo que debemos lidiar en mediación. Ya que, nuevamente recurriendo a «El inmoralista», nos recuerda Ménalque: «De las mil formas de la vida cada uno sólo puede conocer una. Envidiar la dicha del otro es locura; no sabría uno utilizarla. La felicidad no se quiere del todo hecha, sino a medida». Y, en cualquier caso, volviendo a Buda, «el que se aferra a la riqueza, estará mejor si la deja ir que si permite que se convierta en veneno para su corazón. Pero el que no se aferra a la riqueza y teniéndola la usa para el bien, será una bendición para sus allegados». Éste es el cambio de prisma que en muchas ocasiones los mediados –y nosotros mismos en nuestros conflictos y malestares cotidianos– deberíamos tener en cuenta. Superados por el conflicto, no les podemos pedir a ellos que puedan superar las angustias que las pérdidas les generan. Es tarea del mediador ayudar a que puedan revisar y poner sobre la mesa sus valores personales, a menudo olvidados durante el conflicto, y que éstos les ayuden a reencontrar el camino de lo que quieren para su vida, al estilo de lo planteado por Hayes, el autor de la Terapia de Aceptación y Compromiso o ACT (Hayes, Strosahly Wilson, 2014), de lo que realmente les hace felices y satisfechos consigo mismos. Una mirada más abierta a uno mismo y a los demás, menos ensimismada –que dirían los transformativos-, más coherente con lo que uno desea ser y con lo que a uno realmente le hace feliz. En fin, tarea no fácil, pero quizás una vía por la que profundizar aún más en mediación.

Todo lo aquí planteo no son sentencias, sino cuestionamientos; aperturas a considerar más que aseveraciones incuestionables porque, y volviendo a Gide, «Yo soy un ser de diálogo y, en absoluto, de afirmación» (1902/1988, p. 21).

Pero dejemos ahora a esos tres grandes maestros de la filosofía, de la narrativa psicológica y del cine, y acudamos a los grandes maestros de la mediación en lengua castellana. En este número de «Revista de Mediación» vamos a poder disfrutar de sus lecciones más personales, siempre atrevidas, siempre dando un paso adelante, para deleite de quienes les seguimos y respetamos.

Nuestro primer artículo es del ítalo-argentino afincado en España, Franco Conforti, que publica aquí su primer artículo como Doctor. Por todos es conocido el esfuerzo y buen hacer realizado por Conforti a través de Acuerdo Justo. En este artículo que aquí presentamos, no sólo nos acerca a las aportaciones fundamentales de los procesos de facilitación y de los diálogos apreciativos, sino que, yendo más allá, profundiza desde su propia experiencia y elevados conocimientos, en las posibilidades de intervención en mediación en las organizaciones a partir de estas propuestas.

Francisco Díez necesita poca presentación en el mundo de la mediación. Su libro con Gachi Tapia sobre las herramientas de la mediación (Díez y Tapia, 2006) es ese básico que todo mediador debe tener en su mesilla y sus talleres de negociación son fundamentales. Su experiencia en el Centro Carter, entre otros, le convierte, además, en unos de los mediadores más respetados a nivel internacional. Díez nos aporta toda su experiencia en un artículo que profundiza en las posibilidades del espacio de mediación, de nuevo lecciones de un maestro, que coloca en sus tres «C», Comodidad, Comunicación, Conexión, las claves para una adecuada intervención, y nos aporta ejemplos reales de su experiencia que muestran la importancia de estas 3 «C». La riqueza de esos ejemplos nos demuestra que podríamos sumar una cuarta C que sin duda guía las actuaciones de Díez y que debería estar presente en toda intervención mediadora, la C de Creatividad.

El chileno Gregorio Billikopf reparte su alta capacidad de análisis y trabajo entre la Universidad de California y la Universidad de Chile. Autor de los modelos de Mediación Dirigida por los Individuos (MDI) y de Evaluación de Desempeño Negociada (EDN), profundiza en «Revista de Mediación» en algunas de sus aportaciones más atractivas y atrevidas, como la importancia de la reunión preliminar o la no directividad durante las sesiones conjuntas de mediación.

Otro maestro argentino, Antonio Tula, publica en «Revista de Mediación», para compartir con nosotros sus reflexiones sobre la intervención con familias multiproblemáticas. Tula, cuya maestría va de la mano con su permanente curiosidad intelectual y su esfuerzo por dignificar la mediación, nos ha aportado auténticas joyitas en su muy conocida Redes Alternativas, donde él mismo se exhibe mediando y dándonos a partir de ahí tantas lecciones prácticas de buen mediador. En esta ocasión, plantea el concepto de mediación de segundo orden, del que mucho se va a hablar en el futuro.

Y de nuestro país hermano, nos viene el artículo que cierra este número. En él, la portuguesa Daniela Pacheco nos da a conocer el estado y la evolución de la mediación en Portugal; necesario acercamiento a una realidad que bien debemos conocer para aprender de sus aciertos y errores, análisis muy interesante que Pacheco desarrolla para nosotros.

Es oportuno agradecer a todos estos autores, estos maestros, el mucho esfuerzo que les hemos pedido y al que, debemos decirlo, siempre han respondido con la mejor de las actitudes y disposiciones. Quizás esa apertura, disposición y entrega es lo que les hace buenos mediadores y, sin duda, maestros. «Revista de Mediación» siempre ha apostado por todos aquellos que quieren profundizar e ir más allá en nuestro ámbito de la mediación, y este número va justo en esa dirección, en ese «ir más allá» que debe estar presente, sino como principio básico de la mediación, cuando menos como guía o brújula de nuestras intervenciones.

Por último, desde hace unos meses se suma a nuestro Consejo Editorial otro de nuestros maestros bien queridos, Ignacio Bolaños Cartujo, al que agradecemos su incorporación y apoyo a «Revista de Mediación», y despedimos a nuestros viejos amigos de AMM.