Las personas somos muy variables en función del contexto, del momento en el que estemos, de las personas con las que estemos y de infinitud de variables diferentes. Nadie es «perro» o «gato» de forma rígida y en todas las situaciones, salvo casos puntuales. La mayor parte de nosotros, aunque podamos tener una mayor tendencia perro o gato, podemos movernos al otro estilo cuando las circunstancias lo requieren. Incluso dentro del mismo espectro de perro o de gato vamos a encontrar formas diferentes de actuar, estrategias distintas. Es lo que he llamado, también con fines didácticos, los distintos tipos de perros y gatos, y que, aquellos que lo deseen, podrán verlo en profundidad y detectar su estilo más específico, en el libro Ser y estar en pareja.

En general, hablamos del perro y del gato como dos voces que tenemos en nuestro interior, que se avivan en las relaciones interpersonales, sobre todo en las más íntimas. Dos voces activadas respectivamente:

Dos voces que dialogan entre sí; pero, en algunos casos, en algunas personas, como consecuencia de nuestras experiencias vitales, una de esas voces consigue imponerse y dominar a la persona, impulsándonos casi sin control (pero solo «casi» ; hay espacio para el cambio) a conductas…

Esto acaba generándonos a corto, medio o largo plazo consecuencias indeseadas y problemas, sobre todo en nuestras relaciones más íntimas.

El gato o el perro que hay en mi interior pretende ayudarme, protegerme, aunque a veces me mete en demasiados líos con mi pareja, con mis familiares o amigos, con mis socios, vecinos o con otros conocidos, porque sobrerreacciona a lo que realmente el otro me dice o me hace.

Y en el caso de la pareja, lo mismo le pasa a él/ella: su perro o su gato la sobrerreactiva a conductas desproporcionadas de protesta o de evasión para la situación concreta que está viviendo conmigo. Y yo me quedo perplejo/a por su falta de comprensión y por su reacción desmedida. Y entonces los dos nos atrincheramos en nuestras posiciones, abandonamos la empatía y nos ponemos a la defensiva, alejándonos cada vez más el uno del otro.

En este caso, hemos entrado ya en una dinámica perro-gato», una relación muy adictiva, «de enganche» en patrones rígidos que se repiten una y otra vez.

Y así, a mis conductas de aproximación, el otro responde con alejamiento y/o indiferencia, y viceversa. Ladridos y arañazos empiezan a dominar la relación. Una dinámica que pasa de una primera fase de acercamiento mutuo (de enamoramiento o «luna de miel» , parafraseando la propuesta de Lenore Walker para las relaciones violentas) a una fase en la que el perro persigue al gato, que se aleja (o araña) frente a los reclamos del perro; y que va conduciendo inexorablemente a una tercera fase de congelación de la relación, de incomunicación y alejamiento mutuo, fase depresiva para la relación, que a veces puede durar años.

Perros y gatos

[Imagen extraída de Ser y estar en pareja.]

Antes o después se generará una ruptura por saturación de uno de ellos y ciclos reiterados de reencuentro (restauración de la relación de pareja), ante la dificultad para ambos de superar la separación/adicción y vivir el duelo (el «mono», o síndrome de abstinencia).

Pero a cada restauración del ciclo, las vivencias positivas iniciales son cada vez más escasas, y cada vez antes se vuelve a entrar en las dos fases de persecución-huida y de congelación de la relación.

Es, pues, un patrón o dinámica relacional muy adictiva, pero muy perniciosa para los que la viven (y a los amigos y familiares, que ven esta repetición constante del mismo ciclo y ya no saben cómo ayudarles a que abran los ojos).